A la mañana caminamos juntos para el lado de mi oficina y dice que soy como Susanita. Yo digo que no, pero quizá tenga algo de razón porque desde que soy chica usan al personaje de Mafalda para adjetivarme. Ok. Acepto. Pero no sueño con casamientos y vestidos blancos (o sí, suena bien: casamientos y vestidos blancos, en plural, ya es desconfiar del sueño perfecto del amor para toda la vida) sino que por más que intente no hacerlo, me ilusiono, con todo: entonces hoy, cuando recibo la respuesta a mi respuesta al mail en el que me buscan como guionista para un trabajo adhonorem del que ayer descreía, yo ya me veo exitosa, con una notebook divina en un café, una mañana de sol como esta, disfrutando mi trabajo, viviendo de eso, sin tener horario de oficina ni poca luz de oficina ni compañeros de oficina...
Pero pronto despierto del sueño, saludo al chico de seguridad que siempre está abajo, me da los diarios como todos los días y enciendo la computadora para empezar a trabajar.
Ayer, el flaco Spinetta en La trastienda. Cuando le digo a Ch. que Artaud es el mejor disco never ever, él me mira con cara de está bien fanática pero de ahí a qué... y sí, sí, discografía obligatoria, te juego el desafío de poner diez discos (incluimos radiohead y lo que quieras) y vemos en qué lugar queda Artaud, bla bla bla bla bla, besos en los hombros, alegría en los temas de siempre (Laura va, A Staratosta el idiota, Durazno Sangrando, alguno de Silver Sorgo), el estremecimiento de las canciones dulces, esa que dice hoy estás hermosa.
Más tarde, en casa, tiro una revista por el balcón un poco porque no me interesa tenerla y otro poco para inyectarle simpatía a una escena que corría el riesgo de ponerse densa. Cuando me saco la ropa para ir a dormir pienso en que no quiero manejar todo el tiempo la estructura narrativa, en que quisiera simplemente dejarme ir, hacer y decir (¿qué? no sé... es una tendencia), deseo e impulso sin medir posibles derivaciones, al menos ahí cuando las horas bajan y el día se sienta a morir.