De regreso a la oficina, después de una semana, me doy cuenta que ya no importa estar atenta a cada vez que suena el timbre; que, de hecho, no lo estoy.
A veces se producen pequeños hábitos que no nos detenemos a registrar: (como por ejemplo) que suene el timbre del primer piso, sin dejar de hacer lo que hago prestar atención a ver si la voz, que si no es esa voz la tarea continúe sin alteraciones (una desilusión que se evapora rápido), y que si sí es esa voz (lo escucho hablar con las recepcionistas), la tarea continúe con una línea de atención dedicada a escuchar lo que dice y también los pasos, seguirle el recorrido, cómo pasa primero por la oficina de al lado y saluda (¿de qué habla?); cómo, pronto, llega a la mía a saludar y conversar apenas. Eso, que en aquel momento ni me parecía dedicación, ahora es un mínimo de adrenalina que se extraña en la rutina laboral. Levantar la vista cuando sé que está cerca, mirar por los huecos de la persiana americana, ojos negros en el marco negro, y entonces las sonrisas, hola, hola, ¿tódo bien? sí, ¿vos? bien. Algún día llegarán los detalles. La sorpresa de que alguien en quien te habías propuesto (con éxito) no pensar, de pronto piensa en vos: un domingo a la noche, ajá, mirá vos este mensaje, pensar durante diez minutos en qué contestar y no comprender, en ese entonces, que ahí puede empezar a cambiar (o a surgir) la historia.
...viene a mojarse los pies a la luna...