Cansada (de todo el día y de leer Kant), me recuesto un rato. Descanso veinte minutos en la habitación de doble ventana hasta que suena el teléfono. Tengo tres minutos para una encuesta. Después de que mi hermano fuera encuestador por años y yo durante unos meses, siempre tengo unos minutos para una encuesta. Esta vez, en lugar de preguntarme por algún producto, quieren saber qué imagen tengo del presidente, de alguno de sus asesores, del vicepresidente, del ex jefe de gobierno y del actual, de un debate parlamentario que no conozco, y también preguntan a quién voté en las últimas elecciones para diputado. Quizá paranoica, recuerdo en qué listas está mi nombre y pregunto si están llamando del radicalismo, o de dónde. Opinión pública. Una consultora. Pero quién contrata a la consultora. Medios de comunicación. A los dos minutos, mal humor. La encuestadora me parece una tarada que no sabe darme las opciones para contestar y tampoco contesta mis dudas, y cuando le digo "no sé" me dice que piense mejor, como si "no sabe/no contesta" no fuera una opción para cualquier encuesta, como si a mí no me molestara contestarle "no sé" para encima tener que repetirlo ante su insistencia de que piense mejor. Sigo contestando, casi siempre la imagen es negativa, respondo lo de las últimas elecciones y me gustaría explicar que voté a... por ese motivo, pero no digo nada, y el mal humor, al final del cuestionario, se convierte en un instante de depresión por mi inconsistencia política, mi escepticismo de clase media, el mal recuerdo de haber querido que se vayan todos y que hoy, años después, los nombres sobre los que todo me parece gris, sean más o menos los mismos de siempre, y yo, también como siempre, sin creer en nada, ni en una cosa ni en otra, en nada, ni en la paz ni en la ecología ni en la política ni en ninguna revolución que pueda hacer de este inconformismo una acción positiva.