Hay gente que me desconcierta.
Hiere una vez, después pide disculpas, logra que una se acomode ahí con la guardia baja, y cuando ya estás, carne jugosa, te estaquea y te deja otra vez, una vez más, golpeada en medio del desierto. Por suerte, en realidad, esta gente me desconcierta cada vez menos. Sus mecanismos se vuelven conocidos y previsibles, y por eso, como después de tanto golpe un poco aprendí a cuidarme, ahora están cada vez más lejos. Las flechas ya no tienen la misma puntería.
Por otro lado, hay gente que me sorprende.
Quizá porque todavía no la conozco tanto. Y no porque sea imprevisible, sino porque está ahí para redoblar apuestas cuando yo, quizá por cuestiones de ir despacio con miedo a que de pronto una flecha, a veces creo que no tengo mucha fe para apostar.
Entonces voy así, de cerca y de lejos, viendo dónde aflojar y dónde acurrucarme. Dónde dormir tranquila. Muy cansada de los que no pueden cuidar, del peligro de quien no puede ni siquiera darse cuenta cuando hiere. Decidida, igual, gracias a las sorpresas y al calor de los días, a no dejar de creer que en el extensísimo jardín de gente hay abrazos y besos de personas que sí pueden y quieren estar.
...viene a mojarse los pies a la luna...