Pasó un parcial. Uno más. Presencial.
Horas antes, frente a la facultad, café, apuntes, comentarios y cruces con amigos, amigas, compañeros. Tensión.
Momentos en los que pienso que me gusta estudiar. Que los parciales son una mierda. Pero que si no están yo no me junto a hablar y a leer con otros y que sí, eso me gusta.
Esas dos horas, también. Ridículo. La combinación de consignas es espantosa. Víctima de la estrategia de quienes armaron el parcial tengo que contestar justo esos puntos en los que estoy más floja (una de las posibilidades es anulada por no haber leído el texto -nadie sabía que se tomaba ese texto! alguien sí, ese amigo mío que conversa por los pasillos y siempre tiene la última noticia del claustro-). Contesto. Me pongo a armar. Me sorprendo por el entrenamiento que logré para unir cabos donde no veo nada, para encender una linterna cuando todo es oscuro. Armo y desarmo. Leo ahí mismo y me pongo a escribir. Supongo que el nivel es mediocre, pero igual me sorprendo. Invento categorías y le pego con efusividad a un crítico que no me gustó nada.
Escribir a mano dos horas. Sólo sucede en parcial presencial. Sólo sucede, como promedio y como mucho, una vez por cuatrimestre. Terminar agotada. De buen humor (mucho mejor que a la mañana). Caminar, una noche fría para ser primavera, unas cuadras hasta Primera Junta. Somos cuatro, merecemos empanadas y cerveza, vamos por eso, y qué rico, cerveza fría, empanadas y charlas.
Celulares que suenan y no suenan, planes de fin de semana, amores que van y vienen, deseos y proyectos. Con variantes, los temas, para todos, son más o menos los mismos.
...viene a mojarse los pies a la luna...