En la oficina, sin mucho trabajo pero con presencia de jefe que da pequeñas tareas para justificar la presencia de todos nosotros. Pienso en otras ocasiones en las que hacía cosas en los momentos en que no se podía hacer eso, y me acuerdo (qué poco vuelo, nada demasiado prohibido) de cuando leía Rayuela en cuarto año durante las horas de matemática (me la llevé, claro).
Pienso en los premios. En cuando te dan un premio por alguna obra, o por algún proyecto. O cuando no te lo dan.
El fin de semana pasado estuve en un festival de cortometrajes. Con "a la orilla" ya participamos en varios, la gratificación, hasta ahora, fue sólo por haber sido seleccionados. El año pasado, con el guión de este cortometraje gané un premio. El único premio de mi vida (descontando uno que gané en el colegio en primer año) que además me dio algo de dinero. Muy bien.
Con el interpretador intentamos presentarnos a convocatorias de subsidios o lo que sea que pueda darnos algo para solventar los gastos de la publicación.
Convocatorias. Uno se presenta. Es obvio que no importa si no te lo dan. Y cuando no lo dan, pensamos, muy lúcidos, que el valor de lo que hacemos no está en relación a esos reconocimientos (porque, sin duda, mereceríamos todos, todos aquellos premios a los que nos presentamos, pero ya sabemos que el mundo es injusto y se rige por determinados intereses que en la mayoría de las ocasiones dejan afuera nuestras obras).
Entonces así seguimos participando, insistimos, esperamos que en algún momento se dé.
Pero, ¿y si sí? ¿si te lo dan? Está buenísimo. Festejamos, brindamos, se lo contamos a todo el mundo, nos sentimos bien. Alguien se dio cuenta de que hacíamos bien algunas cosas. Estímulo, motivación, aparecen todas esas palabras de capacitación empresarial. Es una lógica rara. No está mal, pero es rara. Después la vida sigue y el premio es una línea de curriculum que no sirve demasiado.