Viernes a la noche con amigas en un bar de Palermo. Música, luces bajas, hombres y mujeres, posturas, sonrisas, levante. Más allá de mi presente amoroso, me sorprendo (y a veces me culpo) del rechazo que me dan esas situaciones. No sé si es fobia social o qué... No creo que sea eso.
En la barra, entre la gente amontonada, un hombre invita cerveza a una chica que está con una amiga que queda sola, junto a ellos, con la mirada perdida. El hombre le habla al oido, a la boca, al cuello, no se besan pero se besan, la amiga mira alrededor pero nadie la mira, saca tetas y saca culo, todo una pose, por qué no se relaja, pienso, si la belleza es otra cosa...
Camperas de cuero, mucho cigarrillo, olor que impregna la ropa, parezco una vieja pienso, por qué todo esto no me gusta, pero no es de vieja, no es eso, no entiendo qué es, ¿quizá lo forzado? Hablo con mis amigas, logro reirme aunque es viernes y tengo sueño, mañana tengo que trabajar, o debería ir a mi clase estiramiento, pienso en lo que tengo pendiente, miro alrededor, no me gusto, tengo bronca, por qué por momentos siento que no podría hablar con nadie, que no me interesa, que quisiera otra cosa.
Pienso que es todo una gran masa de gente, un sinsentido, una estupidez. Pero la pasan mejor, lo sé, y me pregunto si entonces esta infelicidad es soberbia. Es envidiar a un religioso por la fe que tiene cuando no creés en nada. Eso me pasa siempre.
Es difícil ir así por el mundo. Cuestionando todo. No pudiendo disfrutar de ciertas cosas que para muchos son sencillas. Igual, en algún momento, la condena se vuelve satisfacción, cuando dejo de exigirme pasarla bien ahí, y entonces agarro mi mochila, me pongo el abrigo, saludo a la chicas y salgo a la calle, para caminar un par de cuadras bajo la luna llena antes de tomarme un taxi que me lleve a casa.